Madrid me mata (o, al menos, me espía)

Por Fernando Jaureguí

Éramos pocos y saltó el ‘ayusazo’. Mucho hablar de la corrupción pujolista en Cataluña (y bien está que se hable, porque ha sido y es una vergüenza nacional. Sí, digo nacional, ex molt honorable) y no tanto, aunque ahora más, se habla de lo que ocurre en Madrid, rompeolas de España, cabo de todas las tormentas políticas, donde las indignidades proliferan como setas en otoño. El último ‘affaire’, el del espionaje no tan presunto a familiares de la presidenta de la Comunidad, Isabel Díaz Ayuso, ordenado por a saber quién (aunque en Génova culpan a la Puerta del Sol, y viceversa, sin olvidar tampoco los dedos que señalan al Ayuntamiento; no seré yo quien indique responsabilidades en tan turbio asunto), no es, desde luego, el único escándalo que colea. Es, simplemente, el más reciente.

Porque la memoria selectiva de los amables ciudadanos de este país (pongamos que no hablo solamente de Madrid, aunque hoy sí principalmente haya de tratar sobre este páramo bullicioso) olvida que quien fue presidente de la Comunidad madrileña hasta 2015, Ignacio González, pasó unos cuantos meses en prisión por actividades indudablemente delictivas, tras haber sido acusado, también, de espiar a sus rivales políticos en el propio PP, acusación que González devolvió acusando, a su vez, de lo mismo a los tales rivales. El hedor, por lo visto ya disuelto, llegó a ser insoportable.

Que yo sepa, jamás se aclaró del todo este punto, hoy en la amnesia colectiva. Como jamás se aclaró quién estaba tras el ‘tamayazo’, la traición de dos diputados autonómicos socialistas, Tamayo y Sáez, que posibilitó que Esperanza Aguirre se hiciera con la presidencia de la CAM en lugar del socialista Rafael Simancas, que había sido el ganador de las elecciones. O como nunca se llegó a saber hasta el final qué, quién o quiénes se hallaban tras el súbito ‘descubrimiento’ de que, años antes, la presidenta madrileña, Cristina Cifuentes, se había guardado, sin pagarlas, unas cremas cogidas en un supermercado; no pudieron derribarla con el fabricado montaje de sus tesis copiadas y entonces alguien sacó, como de la chistera, lo de las cremas. Y, claro, dimitió.

“No puedo comprender que esta pelea por el poder, azuzada por personajes carroñeros que actúan en las sombras, pueda acabar haciendo estallar las posibilidades electorales del principal partido de la oposición, porque las maniobras orquestales en la oscuridad madrileña están afectando ya a Pablo Casado”

Trabajé un breve tiempo en la comunicación del Ayuntamiento de Madrid, entonces de signo socialista, y antes había sido militante en la organización madrileña de un partido de izquierda. Siempre me quedé espantado del horror político que envolvía a las formaciones, a todas ellas, en la capital y en la Comunidad. Cómo olvidar, por ejemplo, aquel episodio en el que el ex alcalde de Parla y ex secretario general del Partido Socialista Madrileño, Tomás Gómez, acusado falsamente de no sé qué corruptela por un tranvía, no pudo entrar en la sede local del partido porque el ‘aparato’, por orden del propio Pedro Sánchez, cambió la cerradura. O si quiere le hablo de las ‘purgas’ en el PCE capitalino a aquellos a los que La Pasionaria, ya muy mayor, llamaba “intelectuales cabezas de chorlito”. O más: podría también hablar de otro caso no del todo concluido, el de las ‘tarjetas black’ de la Caja de Madrid, que salpicó a todos, y digo a todos, sindicalistas incluidos.

No quiero, con estos recuerdos entremezclados, disminuir la importancia que a mi juicio tiene lo que está ocurriendo ahora en el PP madrileño, empeñado, tras su apabullante victoria electoral del pasado mes de mayo, en pegarse tiros en el pie y quizá más arriba. No puedo comprender que esta pelea por el poder, azuzada por personajes carroñeros que actúan en las sombras, pueda acabar haciendo estallar las posibilidades electorales del principal partido de la oposición, porque las maniobras orquestales en la oscuridad madrileña están afectando ya a Pablo Casado, que estoy convencido de que nada tiene que ver de manera directa en todo esto. Y están, claro, beneficiando a otro partido, que no está precisamente a la izquierda. Y a mí todo esto, qué quiere que le diga, me da bastante pena. Y un poco de miedo, lo digo alto y claro para que nadie tenga que pinchar mi humilde teléfono para saber lo que hablo y con quién, que ahora ya ni siquiera hace falta ser importante para padecer estos indiscretos sufrimientos.

Es urgente que Madrid, como capital política del Estado, porque aquí radican las instituciones, las sedes centrales de los partidos nacionales, la mayor parte de las sociedades empresariales importantes, recupere un tono de moralidad. Y hasta de ejemplaridad, que el concepto de la capitalidad obliga mucho. Los espionajes telefónicos, las contrataciones de émulos de Villarejo, las peleas entre partidos y dentro de los propios partidos, están contribuyendo a alejar a la ciudadanía de la política, que es –debería ser– arte noble.

A mí, la verdad, me importa un pito si doña Isabel Díaz Ayuso se convierte o no en la presidenta del PP madrileño o si aspira o no 
–que creo que no– a sustituir a Casado. Yo lo que no quiero es que este nuevo ‘affaire’ de Mortadelo y Filemón quede también sin aclarar y a la espera del siguiente episodio lamentable. Debo insistir en que, de los muchos pactos trasversales que necesitamos, uno de los más urgentes está siendo el de introducir un mínimo de ética en los comportamientos políticos. Ética y, claro, sentido común. Y compromiso sincero de investigación a fondo para llegar hasta quienes están al final de este circo tan repugnante, mientras el país se desespera ante tantos problemas reales olvidados. Cabezas de chorlito…